Psicodelia
 
 
 
Viajo en colectivo de Chacarita a Constitución, el recorrido completo de la línea. Llevo un paquete con varios CDs de rock argentino clásico, una pila de revistas alternativas de los años setenta, dos libros de Cortázar y dos de Baudelaire. Son cosas que me prestó un ex-novio de mi hermana hace mucho tiempo. La semana pasada me llamó para que se las devolviera. Me dijo que en esta fecha siempre revisa la libreta en donde anota los préstamos y lo único que le faltaba recuperar era lo que tenía yo. Estaba despejado cuando subí al colectivo pero ahora veo que golpean gotas de agua en la ventanilla y se larga una lluvia torrencial. A mi izquierda ya hay una calle inundada.
La gente sube empapada y el colectivo empieza a vivirse como un refugio.
El limpiaparabrisas parece sacar agua a baldazos. Sube un chico con una herida en la nariz, sangre mezclada con agua, y se sienta al lado mío. Me lastimé al abrir el paraguas, dice. No le contesto aunque me gustaría decir algo para no parecer antisocial, pero no se me ocurre qué y ni siquiera sonrío: hago como que sonrío. El chico saca un celular y manda un mensaje de texto.
Hay truenos y un relámpago ilumina los edificios; las nubes negras ya oscurecieron la ciudad.
Un hombre de traje corre a la parada, se resbala en la vereda, cae y se levanta con esfuerzo.
No se hace nada pero su traje queda arruinado. Una pareja joven se acerca para ver si está bien, él dice que sí. Seguro? le preguntan. Sí, repite, aunque renguea. El colectivero espera a que suba.
El hombre entra insultando; saca el celular y lo apunta hacia nosotros, los pasajeros, como si nos acusara de algo. Marca un número y habla aparentemente con una mujer casi a los gritos, sin importarle el volumen. Pregunta si lo llamó alguien, dice que está en un taxi y no puede hablar mucho. La lluvia es violenta, caen chorros de agua sucia, los pasajeros ahora llegan embarrados. Y al mismo tiempo se forma un túnel de agua a través del parabrisas y las gotas en los vidrios evocan otra cosa: una mujer de unos cincuenta años mal llevados sube con dos valijas, empapada.
Se sienta en un asiento individual, apoya la cabeza en la ventanilla, su pelo chorrea agua también del lado de adentro. Imagino que canta en voz baja una canción con una estrofa en alemán, otra en inglés y otra en francés. Cuando bajo del colectivo el clima volvió a cambiar y ya casi no llueve.
Doy tres pasos y estoy bajo un toldo. Camino veinte metros y toco el timbre en casa de Luis.
Hace muchos años que no nos vemos y hay un segundo de desconcierto, hasta que ambos parecemos reconocer al mismo tiempo los rasgos que todavía tenemos en común con quienes fuimos en esa época. Luis está mucho más gordo y con canas, ya no parece un joven. Entró en otra categoría, no creo que tenga que ver únicamente con la ropa que usa, un pantalón pinzado color kaki y una chomba a rayas. Hay algo en la manera de pararse: tiene la cabeza volcada hacia un lado como si el cuello no tuviera fuerza suficiente para sostenerla. Luis me hace pasar. Vive en un departamento clásico, paredes blancas, piso de parquet y algunas plantas de interior, aunque el lugar parece deshabitado. Le devuelvo sus CDs, revistas y libros. Por suerte no se mojó nada. -Ahora ya está - me dice cuando termina de controlar que esté todo. Tacha varios renglones en su libreta y parece aliviado. No acepto el mate que me ofrece pero igual me siento obligado a quedarme un rato a conversar.
Y mientras hablamos la imagen que tenia de Luis y la imagen de la persona que tengo delante se vuelven a desfasar. Veo únicamente algunos rasgos, en común con el Luis que recuerdo pero eso no quiere decir nada, en personas diferentes es posible encontrar la misma nariz, las mismas cejas. En esa época Luis debió escuchar algún tipo de llamado y quiso darme una educación cultural; parecía que tuviera una misión. Me llevaba tres años y estaba enterado de todo. A mí no me quedaba otra que fingir interés por el rock cuando lo que escuchaba eran los 40 principales, y a veces música clásica y contemporánea; con la cultura alternativa no tenía ninguna conexión. Pero me sentía obligado a comentar solos de guitarra o batería y a descubrir cómo en tal canción de tal grupo ya estaba todo. Tampoco lo que me hacía leer y escuchar era del momento, se trataba siempre de cosas del pasado. Quién sabe quién se las había inculcado a él, algún primo o hermano mayor. La puerta que da al pasillo está abierta y veo que hay algunos canastos de mudanza apilados. También noto que los estantes de la biblioteca del living no tienen nada. Pero es imposible saber si Luis acaba de llegar a ese departamento o está a punto de irse. Me pregunta por mi hermana, sabe que tiene dos hijos, uno de diez y otro de doce años. El también se casó, y me dice que su familia se fue a pasar unos días a Punta del Este. Mi hermana ya no vive en Buenos Aires, hace mucho tiempo que se mudó a Mendoza y prácticamente no la veo. Cuando murió mi padre mi madre se fue a vivir a Córdoba, ahí estaban todos mis tíos. Así que mi hermana viaja de Mendoza a Córdoba para verla y nunca viene a la Capital.
Luis insiste con más preguntas para las que no tengo respuesta. Dice que tiene su Skype pero las veces que intentó hablar con ella lo ignoró. Quiso hacerse amigo por Facebook pero mi hermana no lo acepta. Es raro, porque terminamos bien y fue hace mucho tiempo, dice, cada uno rehizo su vida, pero es como si quisiera borrarme de su historia. Cada tanto habla por teléfono con mi madre y le pregunta novedades. Mantienen una buena relación, inclusive cuando mi madre viene a Buenos Aires se encuentran a tomar algo. Una noche Luis la invitó a cenar con su familia pero la situación fue un poco incómoda y no se repitió. Son cosas de las que yo no estaba enterado. Luis se queda callado y yo tampoco hablo. Entra sol por la ventana, se ve el cielo celeste, sin rastros de nubes, pero a lo lejos, casi inaudible, suena un trueno. Después hay silencio. Estoy sentado con la mente en blanco en ese departamento que parece a punto de quedarse vacío para siempre. Por un momento tengo la impresión de que las paredes también blancas se continúan con el piso como si todo el living fuera un infinito. No hay tiempo, es como si estuviera meditando.
 
Martin Rejtman, 2013